Una de las cosas de las que nadie me cree es que jamás, pero jamás, creí en el famoso Viejo Pascuero, o Papá Noel o como quieran llamar al anciano barbudo disfrazado de Coca-Cola. Esto por la simple razón de que en mi hogar nunca me metieron esas ideas en la cabeza y siempre me contaron que eran ellos, mis padres, lo que me compraban regalos los cuales eran fruto de su esfuerzo y trabajo como profesores. El problema eran los otros niños, que sí creían, y que me decían que por no creer no recibiría regalos, o mis primos a quienes les armaban todo un show donde supuestamente el anciano navideño tocaba el timbre de la casa, dejaba los regalos, y se iba, justo cuando los niños se encontraban en otra parte de la casa. Yo tenía que actuar como parte de la puesta en escena, amenazado con no revelar el secreto y así no destruir las fantasías infantiles de mis primos. Me preguntaba siempre como podían creer con todas las pruebas en contra que existían. Y se las enumeraba a mis amiguitos infantiles: imposible que esté en tantos lados al mismo tiempo, anda con abrigo y acá hace calor, cuando acá es de noche al otro lado del mundo es de día, los renos no vuelan, por qué vive en el polo norte y no en el polo sur, por qué hay tantos viejos pascueros en las calles con pintas tan desastrosas, etc. No pude convencer a nadie de su inexistencia.
Mi padre no siempre es un buen guardador de secretos, y algunos días antes de la Navidad empezaba a insinuarme lo que me había comprado. Esto solo hacía incrementar mi curiosidad y moverme sigilosamente por la casa atento a cualquier posible pista, algún trozo de papel de regalo, alguna boleta, alguna bolsa, toda cosa que me diera un indicio. Generalmente lo descubría, y pocos eran las sorpresas que me esperaban en la noche.
En parte por esas razones debe ser que generalmente en las navidades me comporto como un vulgar Evanist Scrooge, ese tipo al que lo visitan los fantasmas de las navidades pasadas y que es gruñón y avaro. No me gustan las ambientaciones polares cuando estamos en pleno solsticio de verano, no me gustan las aglomeraciones de personas reventando sus tarjetitas para satisfacer la pataleta del niñito(a) y que uno tenga la obligación de ser bueno y sonriente y con espíritu navideño.
Así que cuando niño a uno lo tienen en estado de permanente engaño a través de mitos. Los adultos no siempre cuentan la verdad, o solo cuentan la que les conviene. Ejemplo de esto es que, hasta ya siendo un adolescente, ignoraba por completo la matanza de Santa María de Iquique, matanza de la cual se cumplieron hace algunos días 100 años. Ni una palabra me contaron en las aulas escolares sobre la cobarde acción de nuestro “glorioso” ejército, al masacrar a obreros y sus familias que reclamaban por sus indignas e infrahumanas condiciones de vida, y que terminaron acorralados en esa escuela y masacrados sin consideración alguna. Inocentes asesinados y sus asesinos condecorados. Ya mayor conocí la historia, ya adulto conocí el lugar de los hechos, visité Humberstone en plena pampa nortina, leí a Hernán Rivera Letelier y pude empaparme de esa historia que mi educación católica franquista me había arrebatado. Preferiría que las plazas y parques de nuestro país hubieren más monumentos a la gente común y corriente que pomposos uniformados manchados de sangre.
Espero que este año no me visiten los fantasmas de las navidades pasadas.