Sucedió de un día para otro, sin previo aviso. El gran galpón amarillo pasó sin gran transición de ser botillería a un servicio técnico de algo. Referente eterno del barrio, la Huasa era una institución respetada por todos, especialmente por la pasión con que llevaba su abnegada labor: dar de beber al sediento, en este caso, proporcionar todo tipo de licores y bebidas espirituosas al necesitado. Aunque creo que exagero con lo de "todo tipo", fuera de algunas lánguidas verduras, bolsas de carbón que nunca prendían y abarrotes, el resto era una grab bodega de garrafas y cajas de vino, licores de mala muerte y cajetillas de cigarros. La clientela la componían viejos borrachos, jóvenes angustiados y alcohólicos variados que asistían a toda hora a su galpón, ya que como parte de su abnegadísima labor la Huasa no cerraba nunca. Nunca.
Como buena ciudad dormitorio chica las prohibiciones a la venta de alcohol son impensables, capaz que a la gente se le ocurra ponerse a trabajar si le quitan el alcohol. Y la Huasa sigue eso al pie de la letra, a la hora que fuese tendría ella los licores y fermentos listos para la venta. Si la botillería estaba cerrada no importa, para eso se golpea el portón de al lado y ahí ella misma en persona atiende. Si es día de elecciones, que importa, se dice la contraseña y se ingresa al patio donde todos los viejos celebran sus triunfos o derrotas todos revueltos como si gritaran que "izquierdas y derechas unidas jamás serán vencidas" mientras se despachan algún vino. ¿ Y la fuerza de la ley preguntarán ustedes? Obvio, dentro también, si el hecho que doña Huasa no respetara ninguna ley seca es el secreto más vox populi que he conocido en mi vida.
No recuerdo haberla visto alguna vez sin un pucho en la boca. Tenía un vozarrón de miedo y la respiración cansada. Me daba la impresión que en cualquier momento dejaría de respirar y moriría ahí mismo, entre medio de las garrafas y con el pucho prendido entre sus grises labios. En realidad yo iba a la botillería de enfrente, donde había mas variedad y el macheteo era menor, pero en caso de emergencia había que cruzar la estrecha calle para rogar que la Huasa tuviera digno de ser bebido sin masacrar sin misericordia mis neuronas.
Pero la huasa sigue viva, aunque ya hace tiempo que no la diviso, debe ser que dejé de frecuentar esas botillerías y mis mayores ingresos me permiten optar por calidad versus cantidad. Debe ser que salgo menos, o que soy un viejo chico de mierda. Da igual, cuando vi que la Huasa ya no vendía alcohol me imaginé liquidando su mercancía, viendo como su galpón se iba despoblando mientras echaba aros de humo azulino por la boca. Y cuando se cierra el galpón, cuando se bajan las cortinas, la Huasa inhala con más fuerza que nunca su cigarro, exhala hasta que todo el interior se llena de su humo, y apaga finalmente el cigarro, el mismo cigarro que venía fumando desde hace 20, 30 años.
La botillería de enfrente cambió de nombre y ya no se ve tanta gente como antes, ni tanta variedad. El viejito marrón que arregla biciletas en un destartalado taller sigue donde mismo.
Como buena ciudad dormitorio chica las prohibiciones a la venta de alcohol son impensables, capaz que a la gente se le ocurra ponerse a trabajar si le quitan el alcohol. Y la Huasa sigue eso al pie de la letra, a la hora que fuese tendría ella los licores y fermentos listos para la venta. Si la botillería estaba cerrada no importa, para eso se golpea el portón de al lado y ahí ella misma en persona atiende. Si es día de elecciones, que importa, se dice la contraseña y se ingresa al patio donde todos los viejos celebran sus triunfos o derrotas todos revueltos como si gritaran que "izquierdas y derechas unidas jamás serán vencidas" mientras se despachan algún vino. ¿ Y la fuerza de la ley preguntarán ustedes? Obvio, dentro también, si el hecho que doña Huasa no respetara ninguna ley seca es el secreto más vox populi que he conocido en mi vida.
No recuerdo haberla visto alguna vez sin un pucho en la boca. Tenía un vozarrón de miedo y la respiración cansada. Me daba la impresión que en cualquier momento dejaría de respirar y moriría ahí mismo, entre medio de las garrafas y con el pucho prendido entre sus grises labios. En realidad yo iba a la botillería de enfrente, donde había mas variedad y el macheteo era menor, pero en caso de emergencia había que cruzar la estrecha calle para rogar que la Huasa tuviera digno de ser bebido sin masacrar sin misericordia mis neuronas.
Pero la huasa sigue viva, aunque ya hace tiempo que no la diviso, debe ser que dejé de frecuentar esas botillerías y mis mayores ingresos me permiten optar por calidad versus cantidad. Debe ser que salgo menos, o que soy un viejo chico de mierda. Da igual, cuando vi que la Huasa ya no vendía alcohol me imaginé liquidando su mercancía, viendo como su galpón se iba despoblando mientras echaba aros de humo azulino por la boca. Y cuando se cierra el galpón, cuando se bajan las cortinas, la Huasa inhala con más fuerza que nunca su cigarro, exhala hasta que todo el interior se llena de su humo, y apaga finalmente el cigarro, el mismo cigarro que venía fumando desde hace 20, 30 años.
La botillería de enfrente cambió de nombre y ya no se ve tanta gente como antes, ni tanta variedad. El viejito marrón que arregla biciletas en un destartalado taller sigue donde mismo.