Huasa

domingo, abril 20, 2008

Sucedió de un día para otro, sin previo aviso. El gran galpón amarillo pasó sin gran transición de ser botillería a un servicio técnico de algo. Referente eterno del barrio, la Huasa era una institución respetada por todos, especialmente por la pasión con que llevaba su abnegada labor: dar de beber al sediento, en este caso, proporcionar todo tipo de licores y bebidas espirituosas al necesitado. Aunque creo que exagero con lo de "todo tipo", fuera de algunas lánguidas verduras, bolsas de carbón que nunca prendían y abarrotes, el resto era una grab bodega de garrafas y cajas de vino, licores de mala muerte y cajetillas de cigarros. La clientela la componían viejos borrachos, jóvenes angustiados y alcohólicos variados que asistían a toda hora a su galpón, ya que como parte de su abnegadísima labor la Huasa no cerraba nunca. Nunca.

Como buena ciudad dormitorio chica las prohibiciones a la venta de alcohol son impensables, capaz que a la gente se le ocurra ponerse a trabajar si le quitan el alcohol. Y la Huasa sigue eso al pie de la letra, a la hora que fuese tendría ella los licores y fermentos listos para la venta. Si la botillería estaba cerrada no importa, para eso se golpea el portón de al lado y ahí ella misma en persona atiende. Si es día de elecciones, que importa, se dice la contraseña y se ingresa al patio donde todos los viejos celebran sus triunfos o derrotas todos revueltos como si gritaran que "izquierdas y derechas unidas jamás serán vencidas" mientras se despachan algún vino. ¿ Y la fuerza de la ley preguntarán ustedes? Obvio, dentro también, si el hecho que doña Huasa no respetara ninguna ley seca es el secreto más vox populi que he conocido en mi vida.

No recuerdo haberla visto alguna vez sin un pucho en la boca. Tenía un vozarrón de miedo y la respiración cansada. Me daba la impresión que en cualquier momento dejaría de respirar y moriría ahí mismo, entre medio de las garrafas y con el pucho prendido entre sus grises labios. En realidad yo iba a la botillería de enfrente, donde había mas variedad y el macheteo era menor, pero en caso de emergencia había que cruzar la estrecha calle para rogar que la Huasa tuviera digno de ser bebido sin masacrar sin misericordia mis neuronas.

Pero la huasa sigue viva, aunque ya hace tiempo que no la diviso, debe ser que dejé de frecuentar esas botillerías y mis mayores ingresos me permiten optar por calidad versus cantidad. Debe ser que salgo menos, o que soy un viejo chico de mierda. Da igual, cuando vi que la Huasa ya no vendía alcohol me imaginé liquidando su mercancía, viendo como su galpón se iba despoblando mientras echaba aros de humo azulino por la boca. Y cuando se cierra el galpón, cuando se bajan las cortinas, la Huasa inhala con más fuerza que nunca su cigarro, exhala hasta que todo el interior se llena de su humo, y apaga finalmente el cigarro, el mismo cigarro que venía fumando desde hace 20, 30 años.

La botillería de enfrente cambió de nombre y ya no se ve tanta gente como antes, ni tanta variedad. El viejito marrón que arregla biciletas en un destartalado taller sigue donde mismo.

Don Otto

martes, abril 01, 2008


Zollnerallium andinum, alliácea cordillerana de Chile y Argentina.

El otro día me encontré con la tía Eliana. Le presenté mis respetos aunque ella no me reconoció, difícil que lo hiciera si cuando ella me hizo clases yo era un despistado universitario que se sentaba al fondo de esas grandes salas y cabeceaba en sus clases. A la tía la denominabamos así por su simpatía y por su inmensa alegría que demostraba cada vez que nos hablaba de la taxonomía y sistemática vegetal.

Empezamos a charlar, a recordar a profesores y alumnos: ¿ recuerdas a don Otto? me dice de improvisto- falleció en diciembre pasado - y su rostro se apaga por unos segundos.

Si, le respondí, falleció su maestro tía. El maestro de muchos, en realidad. Empieza ella a recordar anécdotas de él, cuando iban a los cerros a buscar muestras vegetales y terminaban siendo perseguidos por perros o amenazados por guardias que creían que estaban robando. La tía se ríe. Don Otto nunca me hizo clases. Cuando ingresé a la Universidad él ya se había retirado del mundo académico, pero no el de la investigación. A pesar de su avanzada edad y de estar prácticamente ciego y sordo, seguía viajando hasta Valparaíso, subiendo los cuatro pisos para llegar al sector del "laberinto" e instalarse en el laboratorio de botánica a seguir estudiando e investigando.Algunos viejos colegas me cuentan que sus clases eran un suplicio,difícil era entenderle la letra y lo que hablaba, pero a pesar de ello se hablan de él con un tono reverencial, el tono de voz con el cual uno se refiere a alguien importante.

Una vez le llevé una muestra para que me ayudara a clasificarla. No sabía bien de qué árbol era y pensaba que debido a su escasez sería un bonus tenerlo en mi herbario. Le llevé la rama que tanto me había costado conseguir, él la ve, la acerca a sus grandes lentes, le saca algunas hojas, rompe las ramas, muele las hojas, las olorosa, las muerde, sigue picando, me devuelve un montón de palitos y hojas desmenuzadas y sin mirarme me dice: ¡¡¡tráigame una muestra con flores ¡¡¡¡........ quedé descorazonado, tanto que me costó sacar la rama y ahora tenía solo un montón de palitos en mi mano. Gracias don Otto. Pero él era así, estricto y metódico.

Don Otto debe ser el más grande botánico que ha habido en nuestro país. A pesar de haber nacido en Hanau, cerca de Frankfurt, dedicó su vida al estudio de nuestra flora con una pasión desmedida. Recorrió todo Chile, desde Visviri hasta el Beagle, escaló montañas y se internó en los impenetrables bosques sureños. Fue profesor, académico y maestro de varias generaciones de alumnos secundarios, biólogos y agrónomos a quienes transmitió parte de su casi infinito saber sobre nuestra flora, esa misma que tanto nos empeñamos en destruir. Financió de su propio bolsillo viajes a todo Chile y el extranjero, manteniéndose activo y publicando hasta los 98 años.

Pero la tía está preocupada. El herbario de don Otto, el más completo del país, con 23.000 muestras vegetales ordenadas en el garage de su casa en Quilpué, tiene un futuro incierto. No quizo donarlo a nadie, ni a la UCV donde años atrás le impidieron el acceso al laboratorio por motivos de salud, ni la U de Concepción por el rechazo que le hicieron de sus papers en sus últimos años. Ahí está el herbario, miles de sobres de papel arrumado en estantes, nuestra riqueza vegetal y más de 50 años de estudio sin un destino claro. La pérdida del herbario sería una tragedia irreparable.

La memoria de don Otto sigue viva. El laboratorio de fitogenética molecular de mi alma mater lleva orgullosamente su nombre, un homenaje que se realizó en vida a tan destacado investigador. Pero más importante aún, su nombre perdurará por muchos años de la forma más hermosa posible: Alstroemeria zoellneri, Senecio zoellneri, Zollnerallium andinum y varias otras son plantas que él describió y les dió su taxonomía y su nombre científico y que llevan su nombre esparciendo sus semillas por nuestro país y su recuerdo en generaciones de estudiantes amantes de nuestra diversa y a veces ignorada flora nacional.