Regresaba del nauseabundo baño y observé a mis compañeros sentados alrededor de la pegajosa y coja mesa, y nos vi como extraterrestres en ese lugar, completamente fuera de lugar, desentonando con el entorno, pero a la vez camuflados o asimilados entre el humo y el olor a alcohol. En ésa época, hace varios años ya, nos dio por salir a beber a locales como ése: círculos de artesanos y ex oficiales de alguna rama armada, bares medios solitarios y oscuros, locales cerveceros de poca monta con olor a vino bigoteado y aceite refrito. Y estábamos ahí los cuatro, bebiendo alguna cerveza para apaciguar la sed, nadie nos miraba, nadie nos molestaba, cada cual en su mesa conversando, bebiendo, exhalando humo o comiendo calugas de pescado, único comestible ofrecido para los parroquianos por Peluca, dueño del bar del mismo nombre.
Los parroquianos de este bar lo constituyen, hasta el día de hoy, obreros, trabajadores agrícolas y jubilados quienes llegan hasta la barra para calmar su sed, para descansar, para olvidar o porque ya no tienen nada más que hacer. Casi invisible, permanece inalterable desde la lejana época donde las tardes se llenaban de trabajadores sedientos en búsqueda de su metro cuadrado de cerveza luego de una larga jornada laboral elaborando, justamente, cerveza. Por eso, al ver a mis compañeros cerveceros sentados ahí, parecíamos fuera de foco, pero especialmente Pancho con su claramente perceptible herencia alemana e italiana. En la barra, sentado mirando con ojos vidriosos el espejo, un señor con aspecto de jubilado mira hacia la nada bebiendo una caña de vino sorbo a sorbo, lentamente. Cada cierto tiempo, gira su pequeño y delgado cuerpo hacia la entrada, y luego vuelve raudamente a seguir bebiendo su caña.
No recuerdo que temas hablábamos en esos años, todos estábamos en la universidad y el dinero no campeaba en nuestros bolsillos, exceptuando obviamente Pietro, pero él es una persona especial y gustaba extrañamente de ir a meterse a un lugar como Peluca. Y entre tema y tema entra una ráfaga de aire helado, la puerta se abre y dos señoras, con ropa ajustada y evidente sobrepeso, ingresan y se dirigen con paso decidido a la barra. Al pasar, una de ellas nos mira de reojo, cosa que nos asusta. Se sientan cada una al lado del hombre de la barra, creando un cómico sándwich humano donde las señoras prácticamente hacen desaparecer al tipo que tímidamente pide cervezas para sus acompañantes.
Ellas fuman y beben, el ríe nerviosamente. Una de ellas le presta toda su atención, la otra, escanea el bar posando su mirada en cada una de las mesas, sonriendo en forma pícara. Su ropa está tan apretada y sus formas tan redondeadas que imagino que en cualquier momento puede explotar. Mis amigos y yo nos levantamos, pagamos y nos vamos hacia algún lugar que no recuerdo, seguramente cada uno a sus respectivos hogares, poco hay que hacer de noche en un pueblo como éste, los inviernos fríos y húmedos sumado a la nula vida nocturna existente en esos años hacen que irse a acostar haya sido siempre un buen panorama. Será hasta la próxima Peluca, me digo, nos vemos en unos días más, o semanas más, o quizás nunca, cuando nuevamente los cuatro alienígenas sin novia y sin nada mejor que hacer vuelvan a capear el frío y a calmar la sed.
Un par de días después, Peluca vuelva a mi mente. El diario local publica que un jubilado fue encontrado en un sitio eriazo cercano a la estación de trenes, con los pantalones abajo, completamente ebrio y sin ningún peso en los bolsillos. Solo recuerda que pasó a beber algo para el frío a su bar de siempre.